Josemari Velez de Mendizabal [ES]
Sin intención de impartir desde estas breves líneas clase magistral alguna, está claro que el arte –para que lo sea– debe despertar sentimientos. Los órganos corporales nos hacen conocedores de la realidad y si ésta, además de al cerebro ofrece también oportunidad al corazón, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que nos encontramos ante una verdadera expresión artística. El arte, en el fondo, es una evolución de la realidad, evolución viva, constante, ya que el misterio sin fin de la irradiación de una obra artística descansa en los receptores de la misma, sean éstos lectores de literatura, amantes de las artes plásticas, espectadores de cine u oyentes de música.
El objetivo del artista en su quehacer es el descubrimiento, que colme, por lo menos, su espíritu. Y si a través de su aportación es capaz de hacer vibrar el entramado de sentimientos del prójimo, se estará cumpliendo con la primera norma básica de lo que debe de ser arte, por encima de todas las explicaciones teóricas de unos y otros, incluidas las del propio autor. La vibración sensible del receptor ante una obra: eso es lo que le da categoría de arte.
En toda exposición encontramos objetos surgidos de la capacidad de expresión libre del artista. Y esos objetos pueden ser inductores de preguntas que nos conduzcan a respuestas, ya que arte y respuesta son palabras sinónimas. Si la respuesta, además, satisface, la palabra arte puede dejar de ser sagrada para convertirse en manifestación de libertad.
La obra de Iñigo Arregi me ha formulado muchas preguntas y las respuestas, aunque no tienen por qué coincidir con las razones que el autor aduzca para sus trabajos, me han satisfecho. Las formas de Iñigo se me han convertido en símbolos, coherentes con la trayectoria espiritual de aquél. Para un espectador superficial las formas pueden resultar semejantes, pero rigurosos límites las diferencian. Así y todo, allá está el alma del artista, en su totalidad, porque ésa es la valiosa última respuesta. De entre todas las formas y símbolos, como una constante creadora, se adivina claramente el espíritu del artista. La actitud interior profunda y arriesgada del autor propicia la regeneración constante de las imágenes y –estoy seguro– el proceder artístico leal con su conciencia le supone a Iñigo Arregi la paz interior.