Graffiti y tótem – Rafael Castellano [ES]
Cuanto sigue es una paradoja. Con licencia, eso sí. Pongamos que todo cerebro sensato, y el de Arregi lo es, recela de las autobiografías, semblanzas, estriptís existenciales, retratos-robot y perfiles estadísticos que aniquilan identidades. La obra de arte, estampación en papel epidérmico, óleo en pellejo pictórico, madera o metal en gran formato, carece, aleluya, de ADN. Nadie es, pues, capaz de autodefinirse, ni de autodefinir una producción imaginativa, mitológica, graffítica, poética. ¿Cómo acceder a los jeroglíficos y tótemes ajenos, cuando no hay convención por medio, cuando uno maneja otros códigos, otros ideogramas íntimos? ¿Cómo, entonces, no sólo congeniar, sino retransmitir la estimulación sensorial propia? La tarea del comentarista enfrentado al arte se me antoja parapsicológica. Telepatía, para los que en ella crean. Para los agnósticos y escépticos, y entre ellos me cuento, gran dilema. Ahora bien, lo más grato de esta facultad y camino de perfección que es la estética, y de la consiguiente o precedente artesanía, consiste en que siempre contiene un enigma. O varios. O muchos. En ello es pródigo Iñigo Arregi. Veremos de descifrar unos cuantos.
Dos seres humanos pueden ser similares; jamás idénticos. De ahí que el artista aquí glosado confiese vehemente que él deja al albedrío del público contemplar, desentrañar o recibir un flash o mensaje particular sugerido por sus formas. Que no fórmulas, en el sentido de dogmas. Formas en contrapunto atonal, dodecafónico (los colores suenan, se puede escuchar con la vista y viceversa) más dirigidas a la intuición que a las coordenadas cartesianas. Si algo debe destacarse de sus quehaceres, por consiguiente, es que la concurrencia popular no se halla desvalida ante los hechos confabulados entre decididores. Me refiero al presunto talento creativo y quien le descubre, acepta como inquilino de un tempospacio concreto y acoge en mecenazgo provisional para al alimón, y con los asistentes al evento como coro de ópera o extras de superproducción, mitificar el mito en feria de vanidades.
Sin coartada
Pasaron los tiempos, o esperémoslo, del esto es así porque los entendidos lo hemos decretado y usted lo tiene inequívocamente que venerar. La tan exigida participación colectiva tiene aquí y ahora voz, voto e íntima opinión sin que se la teledirijan en sistema gurú omnisciente para pequeño e inhábil saltamontes. Iñigo Arregi no es, entre otras muchas cosas, una mistificación. No ora: labora. No desperdicia saliva estéril en teorizar sobre lo suyo, en buscarse coartadas. Ejerce distante del lamentable star-system apoyado en el morbo o en la obligatoriedad de que todo cuadro o conjunto escultórico conlleve una leyenda hollywoodiana del tipo del Halcón Maltés.
Quien esto escribe ha errado muchas veces aseverando que ya no hay burguesía que se epate. Pontificando, asimismo, que ya nadie se sorprende. Puede que algunas clases medias-medias aún se dejen asesorar por la decoración de interiores (y exteriores, hasta en el tipo de tiestos y plantas). Raro, que aún soliciten explicaciones, qué has querido decir con esto. O que mantengan que su hija de primaria es capaz de hacer lo mismo, autoengaño de la ausencia de poder adquisitivo. Pero quien sí se epata, y cómo, es el mundo de la fiducia, el que contempla los valores artísticos como valores bursátiles. También, ciertos potentados con mala conciencia y disfraz de vagabundos jacobeos que, por si acaso, introducen en cajas fuertes de paraísos fiscales obra al por mayor de artistas de los llamados emergentes. A veces, agónicos.
El pulso del zahorí
El arte de Arregi, empero, no es algo promocional para éxtasis de la opulencia. Ni que despierte codicias en lugar de emociones. Es decir, si ello tiene que sucederle, que le encumbren y guggenheimicen, que le suceda y lo disfrute. Quitando que no podría, nadie puede, evitar ese llamémosle éxito. Aunque, de acontecer, digo yo que sería puro azar. El azar también pinta, bien lo sabe él, pero por lo mismo en su ejercicio creativo no hay premeditación. Brota el concepto y de ahí, zas, y ex-nihil, el trazo, el bastidor, la moldura tiran de la herramienta como la vara de avellano del pulso del zahorí.
Su meticuloso trabajo queda por tanto al albur de la ideación ajena. El contemplativo es siempre el otro, el que vigila al anacoreta. Se produce así la sintonía entre proposición estética y esfuerzo perceptivo de quien a ella se somete. O digamos que accede a dejarse hipnotizar. Cabe aquí un ejemplo en otro formato, el de biblioteca. Los acérrimos del libro, los enganchados incurables a la palabra escrita sabemos distinguir bibliomanía de bibliofilia. La bibliomanía colecciona ejemplares curiosos como en numismática; la bibliofilia, en cambio, no sólo se los lee, sino que cree que le dará tiempo a leérselos todos. Y a releerlos. Por lo mismo, los bibliómanos del arte reposan la vista en él royendo saladillas o aguardando a que citen a quien lo firma en el Reina Sofía; los bibliófilos lo escrutan, lo oliscan; se percatan de cómo ha madurado su receptividad a los signos que de él dimanan. Lo absorben, lo degustan, lo esnifan.
Ojos dúplices
No hay, por consiguiente, mayor generosidad que esa oferta de Iñigo Arregi a la especulación libre. Eso sí, incita más que invita, ¿instiga?, al compromiso; aunque sin obligar al ojo a ver obligatoriamente metafísicas, cosmologías, parajes o personajes. Sí que se deja llevar por tendencias e inercias fantasmáticas, zoomorfas, antropomorfas, basándose en el principio de que, debido a la facultad discriminatoria de la condición humana, nos es imposible mirar o concebir algo sin ver algo. Me explico.
La vista es un sentido dúplice y el color, base de todas las sinfonías pictóricas de Iñigo, se sitúa en una zona de la retina llamada fovea centralis, de la que depende la citada discriminación, producto de la ley del mínimo esfuerzo. En ella reside todo cuanto admitimos a-primera-vista. Pero en ese órgano, el ojo, subyace otra facultad que se tiene por arcaica o vestigial en sentido peyorativo. Cuando para muchos científicos la fisiología humana carece de buhardilla de los trastos viejos. Todo nos es imprescindible.
Dicha función visual que hasta hace poco se tenía por atrofiada es nada menos que la periférica. Equivale a un radar de vigilancia que va más allá de la alerta o del juicio inmediato, o prejuicio. Frente a la retina del creativo, luego de quien examina los resultados del proceso de creación, surge un panorama de formas y módulos concisos, recortados. Pero en esa otra óptica, la periférica, descentrada, danza simultánea una valiosísima coreografía de luces, pirotecnias y reflejos vagarosos; de ademanes inciertos y bocetos confusos. Y como una de las condenas del bípedo inteligente es la obligación, quieras que no, de preferir, de todos esos espectros laterales que pueblan la periferia escogemos unos cuantos que de inmediato van a parar a la fóvea y pasan a la condición de figuras predilectas, reconocibles. Reses marcadas, como las anteriores, con nuestro hierro de válidas y concretas. Este flujo es continuo y por eso toda obra artística es mutante.
Palabras, palabras, palabras
Un producto estético, así, posee infinitas relecturas por parte del mismo ojo. La virtud-defecto de la preferencia ineluctable se repite tantas veces como se fija en él la vista. Se le observa, se le contempla, se refleja uno en él y en su circunstancia histórica. Es un pacto tácito entre quien lo produjo y quien lo hace partícipe de su vida. Cornucopia y ventana. O ambas. A uno de los patriarcas del minimal- art, Frank Stella, le traicionó la retórica cuando se reafirmaba acerca de su escuela: “¡Se basa en el hecho de que sólo está en el cuadro lo que está en el cuadro! ¡Lo que ves es lo que ves!” Absoluta utopía. A los diez minutos, todo cuanto un marco contiene es enriquecido o reinventado por la visión periférica, psicológica, que se esfuerza por dotarle de significantes, perspectivas, prolongaciones, ilusiones, argumentos y, en suma, predilecciones sucesivas.
Bueno es que el arte deje de ser una secta hermética, o sea, que abandone axiomas patafísicos y se fije exclusivamente en la configuración armónica de las formas. Formas, por cierto, que nacen de lo informe, la palabra informalismo es otra invención falsaria. Como la distinción entre lo abstracto y lo figurativo. Palabras, palabras, palabras… No hay artes plásticas sin figuras. Nada es abstracto, tampoco. Si en algo se distingue el sapiens de otras especies de homininos, véase más arriba el pecado original de preferir – o sea, renunciar – es la tendencia a buscarle a todo un significado y, si es posible, el más explícito. Los que indagan y profundizan en el arte desde el Renacimiento – el primer ismo antiacadémico – se sumergen en laberintos o investigaciones sin salida ni solución. No hay mayor mentira que los cánones: toda anatomía es disimétrica. Por lo mismo debe eludirse, y Arregi lo hace, el vicio de la información nítida y matematizada. Ésta condujo a Fra Paciolo dil Borgo y a Leonardo, más tarde a Fibonacci, a perder un tiempo tan precioso como escaso en la búsqueda de la proporción áurea.
Un intuitivo radical
Dicha quimera áurea forma parte del instinto y de la facultad refleja de enfocar o encuadrar. La persiguieron, mucho antes que los ya citados, los arquitectos de Keops y los pitagóricos. En balde, porque no hay teorema, ni principio, ni algoritmo que la contenga. La moderna tecnología tampoco acude en nuestra ayuda, ya que el sistema de chips no se basa, como se cree, en el uno-dos, sino en el cero-uno.
Otra de las cosas que Arregi, un intuitivo radical, no es, es etiquetable, susceptible de marchamo o de esas plantillas que tan gratas le son al crítico de arte y al analista geopolítico que le hace a este mundo enloquecido una carta astral diaria y se la toma absolutamente en serio. Todo ensamblaje de estructuras procede del caos geodésico en sistema de perspectiva o geometría proyectiva que viene llamándose, por llamarse algo, fractal. Cuanto permanece virgen debe desvirgarse para hacerlo fértil. Buscarle luego definiciones es labor de entomólogos y se llama taxonomía. No cabe su aplicación a quienes en labrar o parir arte se empeñan. Incluso es más que posible que Iñigo Arregi, persona, sea alguien del todo diferente, incluso antípoda, del Iñigo Arregi que se sumerge en el grabado, el versátil óleo, las esculturas alegóricas de una nostalgia fabril propia de sus atmósferas, plantas industriales con garruchas, fresadoras, grúas, cabrestantes, laminación y demás arqueología del imperio del acero.
Se percibe, sí, que investiga y palpa, como en esos museos tiflológicos, los inicios. Se introvierte. Después el método, de eso no cabe duda, de endotropo pasa a exotropo y se hace minucioso en manualidades de diversas artes aplicadas. Arregi se dispone, no se predispone, a ese proceso de captación en puzzle mental con los lienzos en el suelo, sin convenciones de norte y sur, arriba o abajo, oriente u occidente. Poco a poco, el graffiti le dicta sus secuencias, porque el suyo es un arte secuencial, cómic en friso o de una sola viñeta, con gran espacio longitudinal o fílmico donde se instala la visión periférica que antes definimos. Con profundidades, horizontes, incluso lectura de planetario donde un sólo soporte contiene latentes varias constelaciones con sus supernovas.
Una charada de Platón
No se logra, entendámonos, la etiqueta individual ni en los divanes de cretona freudianos ni ante la propia memoria autoestimativa, ni ante el espejo del bostezo matinal. Por lo mismo, la persona que se somete al fotomatón se contempla en su imagen allí plasmada con tremebundo sobresalto, porque tiene un concepto de sí misma mucho más gratificante que la cruel realidad. Hay una frase apócrifa de Picasso ante la sorpresa de una buena ciudadana al ver su retrato cubista: “Yo ya he hecho mi trabajo, madame; ahora su obligación es parecerse a él”. Voy a que suele delegarse en alguien con mayor aptitud de neutralidad, jamás garantizada, para que juzgue, escriba y describa lo que para el sujeto, en este caso objeto, sigue siendo inefable.
No sé si me siguen, y lo ilustraremos con metáfora adecuada. Muchos deportes, fíjense, han perdido enjundia desde que lo digital, como en el tenis, excluye el magnífico picante de los errores arbitrales. En el mismísimo fútbol la aparición de la moviola neutralizó las encendidas polémicas de los lunes. Hasta que, reacción lógica, se puso en solfa la moviola y la tertulia se reanimó.
Si me tomase la atrevidísima licencia de describir ese ente jánico, bifronte, persona y personaje, que es Iñigo Arregi y para colmo acertara, ello constituiría el crimen perfecto. Asesinaría su privacidad, sus filtros secretos. Adiós al misterio. Podemos caer en la charada de Platón en El sofista. Plantea en ella que para poder decir “esto es rojo” es imperativo definir antes qué es lo “no rojo”. Personalizando ad hominem, la labor de este comentarista consistiría en definir teóricamente qué es Lo-No-Arregi para poder explicitar sin incursiones gratuitas en qué es exactamente Lo-Arregi. Platón, por fortuna, no era platónico. Así, la proposición aludida se queda en un rasgo de humor filosófico. Bien sabía que nada es nada aunque se esclarezca qué es lo no-algo.
La condición entusiástica
Explicar, elucidar, aplicar el análisis comparado, siempre subjetivo, de otro quehacer más subjetivo aún, quizás encriptado, incurre en el capítulo de las relaciones contranatura entre la actividad artística y el ojo que percibe sus resultados y los juzga. Con nula autoridad. De ahí la ya citada paradoja: ni quien expone desea exponerse más en su automoribundia dando explicaciones que no vienen al caso, ni quien se encarga del enlatado o embotellado en contenedores literarios de la inspiración ajena se presiente en posesión de la verdad revelada.
Transcurrido tanto tiempo desde la revolución de las manifestaciones plásticas como ejercicio y actitud, sincerémonos, ya nadie precisa de lazarillo para recorrer una sala. Se ha llegado a extremos de rebeldía calculada como proferir que exponer arte es una dinámica pequeñoburguesa. Apoyémonos en Andy Warhol, que en frase feliz aseguró que no hay nada más burgués que esforzarse en no parecer burgués. O en el axioma del dandi decimonónico, según el cual la elegancia máxima consiste en estrenar prenda sin que se note que es estrenada. En ello reside la cláusula vital de las expos retrospectivas. Si hay madera, si hay sinceridad y perseverancia, en ellas a duras penas se distingue lo más contemporáneo de las raíces, es decir, de la ovulación primigenia de toda una trayectoria. Son retrospectivas, las de calidad humana, de ida y vuelta, como trenes de doble locomoción. El secreto es el entusiasmo. En Iñigo Arregi se detecta, evidente, la imprescindible condición entusiástica. No confecciona y masteriza para luego distanciarse. Pinta, graba y esculpe sus diseños, por así decirlo, en directo y sin playback ni partitura. Puede servirse de ella, como jazzman de lo colórico, para introducción al tema. En cuanto a sus volúmenes de máquina herramienta alegórica en calderería alquímica para pátinas y ensamblajes, son improvisación de jamsession; pero cuidado, para poder participar en éstas primero hay que ser un virtuoso. No hay flamenco, ni blues, sin voz. Ni sin algo que Iñigo Arregi derrocha: feeling. Con él se comunica y en este sentido sí que tenemos una premisa categórica. Que no existe función estética que no busque la comunicación. Recíproca. La orquesta, la banda, el tam-tam, el rap mozartiano tocan para que bailemos.
A ello.