Iñigo Arregi, la ternura de la dureza – Arantza Otaduy, Ana Isabel Ugalde [ES]

Poesía en acero

 

Con la ternura de la dureza como referente queremos acercar al lector a un artista de raza, que ejerce de puente entre la tradición de la escultura vasca de vanguardia y los jóvenes creadores actuales. Un hombre amable y tranquilo, que se transforma en un creador ambicioso ante los retos que le plantea el material de la obra de arte. El Iñigo artista recuerda a Urizen, el Anciano de los Días ideado por William Blake. Pero a diferencia de aquél, Iñigo no precisa de ingenios para crear sus obras. Supera el boceto previo. Todo surge de forma espontánea, como la escritura automática de André Breton. Por eso, el objeto final es la consecuencia de las decisiones que toma nuestro creador, siguiendo los impulsos marcados por su intuición. Iñigo no titubea; decide y hace, creando un programa iconográfico propio y sugerente.

Predestinado para ser artista

 

La inmersión de Iñigo Arregi en las bellas artes fue fortuita. Sucedió a muy temprana edad, cuando observaba con avidez la evolución del nuevo Santuario Mariano de Arantzazu, paradigma de la revolución artística que vivió el País Vasco a partir de los años 50 del siglo XX.

 

Arantzazu fue un hervidero de artistas durante la reconstrucción del templo, ejemplo de ebullición contestataria en el mundo de la creación artística. En una época en la que toda modernidad se ahogaba en los rigores de la dictadura franquista, los franciscanos del santuario apostaron decididamente por la innovación en las Bellas Artes, sin reproducir el pasado y los tópicos tan manidos de la época.

 

Allí, en el corazón del Parque Natural de Aizkorri-Aratz, se dieron cita un destacado conjunto de arquitectos, escultores, pintores y maestros vidrieros a semejanza de las catedrales medievales. Todos ellos eran figuras señeras en el mundo del arte y la intelectualidad de entonces. Personajes de la talla de los arquitectos Javier Saenz de Oiza y Luis Laorga el vidriero Javier Álvarez de Eulate o el pintor Xabier Egaña y, ¡cómo no!, los escultores Lucio Muñoz, Eduardo Chillida, Néstor Basterretxea, a quien también se deben las pinturas murales de la cripta del santuario, y el gran Jorge Oteiza.

 

Iñigo confiesa que, de todos ellos, el que más le marcó fue este último, a quien se debe la decoración de la admirable fachada del templo, con su Piedad y con el espectacular conjunto de los Catorce Apóstoles. Sus ojos de niño quedaron hipnotizados viendo cincelar la piedra de la que surgían figuras sin rostro, llenas de oquedades que trasmitían el sentimiento religioso y trascendental del artista. Era ésa una época en la que Oteiza descubría la importancia del vacío en la escultura, desmaterializando progresivamente la obra de arte, hasta alcanzar un momento en el que la no-materia pasó a ser el leitmotiv de su obra. Con el paso del tiempo, Oteiza fue evolucionando y creando un lenguaje artístico en el que la obra se formaba con el acoplamiento de unidades ligeras, compartiendo conceptos con autores consagrados del Minimal-Art. Pero él no sólo concebía esculturas, también teorizaba sobre arte, sobre el aire o los materiales. Era un hombre carismático, que influyó sobremanera en todas las personas cercanas a él. Como aquel niño, Iñigo, que se hizo con uno de sus cinceles para jugar a ser escultor y dibujaba una y otra vez lo que esculpía el maestro.

 

Ése fue el ambiente y el caldo de cultivo en el que Iñigo Arregi comenzó su aprendizaje artístico. Un entorno en el que vio trabajar a uno de los grandes maestros del arte vasco del siglo XX. En la tranquilidad de Arantzazu, Iñigo imitaba al gran maestro y, al igual que él, utilizaba fragmentos de tiza y barro. Con sólo catorce años recibió su primer reconocimiento por un Portal de Belén elegido por sus maestros para celebrar la Navidad.

Ambiente metalúrgico

 

Con dieciséis años dejó Arantzazu y regresó a Mondragón, su ciudad natal. Una villa industrial, con un casco medieval en forma de almendra, que en otro tiempo destacó por las minas y ferrerías que producían acero de gran calidad, el Acero de Mondragón, que se exportó a lo largo de los siglos a Europa y América. De esa larga tradición metalúrgica surgieron en el siglo XX las empresas cerrajeras y cooperativistas que, aún hoy, le siguen dando fama y prosperidad. Iñigo Arregi siente que es uno más en una sociedad trabajadora y emprendedora, en la que el hierro forma parte de su idiosincrasia.

 

En contraste con lo vivido en Arantzazu, un paraje bucólico, montañoso, ascético y alejado del bullicio, se dio de bruces con un pueblo fabril y abierto al desarrollo. El pequeño y coqueto núcleo medieval de Mondragón, con puertas barrocas que indicaban los accesos a la villa antigua, cedió ante los grandes bloques de pisos y urbanizaciones que acogían a una masa de inmigrantes llegados en busca de trabajo.

 

En ese contexto, Iñigo se formó como maestro industrial y, tras concluir sus estudios, comenzó a trabajar en una ferretería, en contacto con herramientas de bricolaje, botes de pintura industrial, cerraduras y llaves. En su quehacer diario sus sentidos se empapaban de esas materias e Iñigo explotó como artista. Sintió la necesidad de crear y expresar sus sentimientos y emociones a través del arte. Pero, paradójicamente, su vía de expresión no fue la escultura, sino la pintura. Tal y como cuenta el propio artista, no fue una decisión consciente y posiblemente fue motivada porque no disponía de la infraestructura necesaria para tener un taller de escultor. Aun así, se vislumbraba su gusto por la escultura. Iñigo es un escultor pictórico y, en sus inicios, un pintor escultórico.

Un mundo onírico en 2D

 

En la soledad de su casa, se enfrentaba al lienzo, el papel o la plancha de grabado, trasmitiendo sus emociones a través de los trazos y el color. Su paleta se llenaba de blancos y negros, grises, azules, ocres y verdes. Su inconsciente comenzaba a revelarse por mediación de la obra, abandonando paulatinamente la figuración a favor de la abstracción, sin romper drásticamente con la primera, tal y como se observa en la evolución de su trabajo. En el subconsciente de Iñigo hay guiños a grandes artistas contemporáneos. Sus figuras informes se perfilan sin fin, en negros y tonos oscuros. Serpentean sinuosamente aportando sensualidad a la composición. Las figuras se tiñen de colores fríos en los que refulge la calidez del amarillo o del rojo. Todo el conjunto se entrelaza y articula, creando módulos compositivos que se imbrican unos con otros de forma intuitiva equilibrando los desequilibrios.

 

Expone esos trabajos a partir de 1973. Estrecha relaciones con otros artistas vascos, bebiendo de sus influencias y trasmitiendo sus conocimientos. Iñigo no abandonará las dos dimensiones dudando del valor del arte, sino que su necesidad vital le invita a redescubrir nuevos horizontes compositivos. Y avanza en su lenguaje artístico descubriendo la pintura tridimensional con sus tótems.

Tótem, un puente en el camino

 

A mediados de los años 80 Iñigo se revela como un chamán dador de vida a sus tótems en madera. Ese Urizen capaz de encajar todas las piezas que conformarán un gigantesco ser. Un puzzle policromado de tablas acopladas que servirán de puente entre su pintura y la escultura actual. Evocan a las obras de polyester esculpidas por Jean Dubuffet, sin perder el sentido arquitectónico y constructivo en sus espacios, huecos y volúmenes.

 

Es un período en el que Iñigo se sumerge en la funcionalidad del arte, característica recurrente en sus composiciones. Las obras abandonan su naturaleza de objeto museístico y se acercan al diseño, embutiéndose en piezas de mobiliario. Poco queda ya para que Iñigo se convierta en ese pájaro que cantaba Mikel Laboa y vuele libremente para convertirse en un referente de la escultura vasca del siglo XXI.

Arrasate, punto de inflexión

 

Arrasate es una obra que hace referencia al primitivo nombre vasco de Mondragón. Es un reencuentro con las raíces, las calles, las fábricas, el hogar, en definitiva, su esencia. Es la consecuencia de una metamorfosis. La eclosión de su naturaleza de escultor, oculta durante años bajo la ninfa de pintor.

 

Arrasate plasma la satisfacción que le produce a este artista pertenecer a esa sociedad, arraigada en la historia y que siempre mira al futuro. Un ente vivo, móvil, orgánico, igual que la propia escultura, representación ideal del plano de la villa medieval, cercada de murallas, pero siempre abierta al mundo por la permanente presencia de las puertas, reproducidas en estas planchas de acero.

 

Objetos cotidianos como las puertas, muy presentes en su iconografía, abren huecos que permiten ampliar horizontes, acceder a nuevos espacios, a niveles de conocimiento más elevados. Dejan que la luz atraviese el vacío, penetre en interiores oscuros y profundos, como las cuevas prehistóricas.

 

En Arrasate o Mondragón el paisaje kárstico ha cincelado en la piedra cientos de cuevas y oquedades. Es un lugar de tránsito del hombre prehistórico que vivió a caballo entre el norte de la Península Ibérica y el Sur de Francia. La escultura Arrasate evoca un bisonte prehistórico como los de Lascaux, rojizo, potente, corpulento y vigoroso.

 

La obra es una estructura densa, compacta, que recibe con cierta aspereza al observante, como áspero es el paisaje montañoso que rodea a su ciudad y que se insinúa en el remate superior de la escultura.

 

Se trata de una composición arquitectónica, hecha para ser circundada y observada desde todos sus ángulos, incluidos el superior y el inferior. Porque los bultos redondos de Iñigo dejan huella. Marcan el suelo con su peso y su trazo, ya que se construyen siguiendo un patrón de planchas ensambladas, en disposición paralela y perpendicular. Los escorzos que creaban planos de profundidad en la pintura se hacen materia. Son un gran mecano que reta al intelecto en el proceso de montaje, hasta crear la obra perfecta.

Aire sublimado

 

La obra de Iñigo madura de forma natural. Como un padre sacia las necesidades de un hijo y le cuida en su crecimiento, así, el artista acompaña a sus esculturas, que como jóvenes adolescentes crecen y se estilizan. Pierden materia y se vuelven más livianas y coquetas. Son esculturas que danzan rítmicamente en el aire, juegan y se contorsionan. Se yerguen y se recuestan. Emocionan.

 

El acero corten es el principal protagonista de estas obras, aunque no descarta otros como el acero inoxidable, la madera o el bronce. La elección del material surge paralelamente a la necesidad creativa. Comparte con el historiador del arte Henri Focillon el concepto de la vocación formal de los materiales. Iñigo percibe su dureza, su tonalidad, su textura, palpa, huele y se aproxima a ellos, porque cada uno permite leer la obra de una manera particular. Lo ha aprendido de su gran maestro Jorge Oteiza.

 

Ha dado el paso definitivo en su obra, ha abandonado la policromía de sus tótems y se centra en el color de la materia. En la escultura pura, sin que la pintura interfiera en su esencia. Sólo para provocar nuevas sensaciones patina uniformemente la obra, impregnándola de un único color.

 

Iñigo es capaz de transformar el acero en gotas de agua, que a su vez dan cuerpo al mecanismo de una cerradura. Le atrae indagar en el interior de las cosas, en el interior de sí mismo. Son piezas en las que el material rígido y uniforme se transforma en algo elástico y maleable, que se estira y comba, mezclándose con el aire que lo envuelve.

 

Para lograr este efecto es indispensable el avance tecnológico actual. Iñigo es un hombre de su tiempo, abierto al mundo. Ve en el progreso una herramienta de desarrollo personal y artístico. No se puede entender la materialización de su obra sin el concurso de la tecnología. Pero no es esclavo de ella, la pone al servicio de su idea.

Escritura eléctrica

 

El paisaje se convierte en el soporte sobre el que nuestro artista traza su vocabulario artístico. Sus obras abandonan el interior y se erigen como elementos articuladores de espacios públicos y naturales, maduran a la intemperie. Cada obra es un objeto individual pensado para un contexto, un entorno, un ambiente, un lector. Un código abierto, sugestivo, pleno de matices, compuesto por grafías que cualquier persona de mente abierta puede leer e interpretar, imaginar, descubrir, discurrir, enriquecer o inventar.

 

Cada trazo que remata, envuelve y acompaña al núcleo de la obra se caracteriza por sus formas intensas y sinuosas. Trasmiten energía, como una Escalera de Jacob, en la que la carga eléctrica atraviesa el material de las obras e ioniza el aire, convirtiéndolo en plasma estelar que circula de un soporte a otro, creando hermosas filigranas ante la atenta mirada del espectador. Haremos nuestras las palabras de Ernst G. Gombrich, al referirse al arte chino de la caligrafía, extrapolándolas a la obra de Iñigo Arregi. No importa que los trazos de escritura sean formalmente bellos, lo valioso es el sentimiento de inspiración y maestría que el artista trasmite con ellos.

 

Estas líneas etéreas, de trazo sinuoso y elegante, se conjugan armónicamente con la rotundidad de sus bases, bien asentadas en la tierra. Pese a todo, en sus obras no hay masa, Iñigo se asoma al vacío. Desnuda la materia, la horada, la quiebra para que sea el aire quien la abrace.

Feminizando la materia

 

La geometría es una constante en la representación escultórica de este artista. Sus obras se erigen sobre plantas ortogonales, como una superposición de planos diédricos, de planchas perfecta y limpiamente cortadas. No hay biseles ni rebabas, tampoco filos cortantes. Es intensa, pero no agrede. Es una escultura firme y delicada, dura y tierna a la vez.

 

Ternura que se va desarrollando lentamente, mientras Iñigo progresa en sus averiguaciones sobre la materia. Las planchas de acero, antes rectas y llenas de grafías, se van curvando. Se feminizan las formas, se dulcifican, se hacen más acogedoras y envolventes. Invitan al abrazo.

 

Jaimerena marca un hito en esta evolución. La obra se ha transformado en un tronco hueco y seco, pelado por el paso del tiempo, pero lleno de vida. Semeja un juego de tejas entrelazadas. Las formas curvas pasan del grafismo y se adueñan del soporte. Jaimerena rinde homenaje a quien siempre ha colaborado en la ejecución y montaje de las obras en su proceso industrial. Piezas sueltas, sin soldar, de encaje y ensamblaje perfectos.

 

Iñigo se ha convertido en un gran artesano-artista. No tiene miedo a los retos. Es un creador incansable que se enfrenta con el mismo arrojo y entusiasmo a la escultura pública que a obras funcionales, ya sea mobiliario urbano, de jardín o doméstico. Antepechos de balcones, chimeneas, cabeceros de camas, bancos, jardineras, verjas, trascienden de lo cotidiano para convertirse en arte de la mano de Iñigo. Mantienen un constante diálogo con el paisaje circundante y la función para la que fueron creadas.

 

Tropela es el claro ejemplo de su capacidad para aunar el valor artístico y utilitario de los objetos. Es un mueble donde aparcar bicicletas, pero además es la representación figurada del pelotón de una carrera ciclista. Las grafías, magistralmente situadas en las tres planchas de acero corten que componen longitudinalmente la escultura, dibujan perfectamente las espaldas combadas de los deportistas en plena competición.

Ventanas abiertas a un horizonte sin fin

 

La pintura y la obra bidimensional sigue influyendo en el Iñigo escultor a través del relieve. Una expresión artística que le permite jugar con un mayor número de materiales: papel, cartón, madera… Todos ellos se perforan, se superponen y se abren a un horizonte de niveles entrelazados de formas geométricas. Con una paleta de color escueta, basada en blancos, negros, grises y terrosos. Aunque el principal color siempre será el del aire.

 

En esos relieves Iñigo realiza un tímido guiño a obras del escultor Eduardo Chillida. Se puede llegar a intuir un Peine del Viento sobre el horizonte de la bahía de San Sebastián. Pero, sobre todo, recuerdan a sus propias obras. Las cerraduras, las puertas, las ventanas, las barreras estarán una y otra vez muy presentes en su trabajo. Son elementos que permiten o impiden el acceso del iniciado a un nuevo nivel de conocimiento. Puertas y ventanas agrandan la visión del observante, permiten el paso de la luz. Las barreras y cerraduras sellan ese paso, lo sumergen en oscuridad.

Un artista honesto

 

Iñigo Arregi huye del divismo, no se considera mejor ni peor que otro creador, sólo muestra lo que siente. No critica ni enjuicia, y deja que a él se aproxime todo aquel que tenga cierta inquietud artística.

 

Es un artista sincero, despreocupado del mercado. Trabaja por satisfacción personal. En él la obra surge por un hecho, un suceso o experiencia personal impactante, que no necesariamente ha de ser trágica. Es extremadamente sensible y reacciona ante los estímulos de su entorno, lo mismo cercano que lejano, particular o general, local y universal. Siente la necesidad de narrar lo que le ocurre a través del arte. Es explosivo. De él emana una fuerza interior que necesita salir y hacerse arte en la soledad de su estudio. Iñigo crea, crea y crea hasta dar por concluida cada obra. Sólo Iñigo sabe cuándo la ha acabado y, por fin, puede relajarse para gozar con el resultado.

 

Arrasate/Mondragón, 7 de mayo de 2012

 

– Arantza Otaduy Tristán
– Ana Isabel Ugalde Gorostiza