Mikel Onandia [ES]
Tal y como apuntaba Walter Benjamin, la obra de arte ha sido siempre susceptible de reproducción, pero, incluso en la reproducción mejor acabada falta algo, a saber, el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en el que se encuentra.
Pocos ejercicios hay tan estimulantes como observar, rodear –tocar– una escultura, indagar en sus recovecos, formas evocadoras, espacios ocultos y sugeridos que cuestionan la mirada del observador, quien completa y hace suya la pieza tridimensional que nunca tiene fin, pues los distintos puntos de vista que posibilita son a su vez multiplicados cuando surge el diálogo abierto entre el objeto y el sujeto, una comunicación –universal e íntima al mismo tiempo– producto del libre juego de las facultades humanas, sin más objeto que el deleite –sensual e intelectual–.
Cual suites de Bach, las piezas de Iñigo Arregi muestran sucesivos movimientos, variaciones –curvas y/o angulosas– a partir de una estructura formal básica erigida por planos y contraplanos sobre el espacio, superficies entrelazadas a través de brazos sinuosos para componer obras enigmáticas, complejas construcciones que durante los últimos tiempos buscan la horizontalidad, descender de la peana hacia el suelo y expandirse en silencio para brindar esa experiencia única, imposible de traducir –a pesar del empeño– al discurso racional, y que resulta justamente la esencia misma de la escultura, del arte.