Iñigo Arregi. Un cosmos geométrico de variaciones sin fin – Fernando Golvano [ES]
La tradición moderna en la escultura está jalonada por tentativas que problematizaban su propio estatus y su condición simbólica, sea como objeto ensimismado y clausurado en su propia significación, sea como emblema monumental o como estatuaria conmemorativa o religiosa. Al mismo tiempo, su especificidad en el contexto de la creación artística y en el campo expandido definido por las oposiciones paisaje, no-paisaje, arquitectura, no-arquitectura, como observó Rosalind E. Krauss en su célebre ensayo La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos (1978), ha sido objeto de una reflexión inacabada. De este modo bajo la denominación de escultura se irán inscribiendo otras prácticas artísticas liminares como los lugares señalados, la construcción localizada, y las estructuras axiomáticas. A su vez, el pedestal o base irá perdiendo su función y la voluntad de permanencia también. Por otro lado, los modos “escultóricos” tradicionales como la talla y el modelado irán dejando paso a procesos constructivos como el ensamblaje y la instalación. Repertorios formales, procesos constructivos y conceptos nuevos han ampliado el paisaje de la escultura y sus modalidades.
En nuestro contexto vasco Oteiza y Chillida inauguraron un tiempo moderno en la escultura y el arte con propuestas de alcance universal: así, en el primero, la creación de la escultura como descomposición experimental de la masa para activar un vacío receptivo generado por la conjunción de estructuras livianas debería concluir con la negación misma del lenguaje escultórico; mientras que el segundo, con la noción de gravitación llevará la idea de escultura a nuevas puestas en forma. Será a principios de los años ochenta cuando emergerá una nueva generación de jóvenes artistas, vinculados a la Facultad de Bellas Artes, que renovarán las convenciones heredadas de sus referentes vascos para interesarse por otras derivas contemporáneas de lo escultórico activadas por el land art, el minimal, o el arte conceptual.
El caso de Iñigo Arregi (Arrasate/Mondragón, 1954) es singular y ha permanecido al margen de denominaciones grupales o de tendencia, salvo participaciones esporádicas como el Grupo Oiñarri en los primeros años setenta. Ha ido por libre pero sin dejar de estar en contacto y relación con Oteiza, Zumeta o Balerdi, y a la vez con artistas menos conocidos de su propia generación. Se inició como pintor pero su identidad artística en las últimas décadas está definida principalmente por su hacer escultórico. La vis creativa de este artista, tan arraigado a su mundo y paisaje originario, se fue decantando con algunos asombros que surgieron siendo adolescente cuando cursaba estudios en el seminario de Arantzazu, a finales de los años sesenta. A la sazón pudo conocer el trabajo de Oteiza en el friso de la basílica y de ese contacto con la arrolladora personalidad de aquel, creció una vocación artística que fue desplegándose de modo autodidacta. Estudió maestría industrial, que le procurará una pericia o técnica mínima para trabajar con los materiales y para dar forma a su hacer imaginario. El interés por el acero y el hierro no resulta extraño dado el contexto vital e industrial al que pertenece Arregi. Sabido es cómo la villa de Mondragón/Arrasate y la comarca del Alto Deba a lo largo de su historia han acumulado una larga tradición de ferrerías, minas y artesanos. Compaginaría su incipiente dedicación artística con otras labores profesiones y con su entusiasta implicación en numerosas actividades culturales.
Será en 1974 cuando presenta su primera muestra individual en Vitoria. Desde entonces hasta esta muestra en la Sala de la Fundación de Kutxabank (2016) ha expuesto en Bilbao, Donostia y en diferentes ciudades europeas. Este año participará un evento de la capitalidad cultural en una muestra colectiva (Sala Okendo, Donostia) con artistas de su generación como Ricardo Ugarte, Iñaki Olazabal, Zugasti y otros. No obstante, la trayectoria de Arregi está al margen del ruido y la furia de la escena de la escultura contemporánea. Replegado en su taller de Mondragón se concentra en un hacer perseverante y silencioso, rodeado de maquetas, relieves y piezas de pequeños formatos. Sus piezas en acero corten o madera tienen un aire totémico, como han observado Arantza Otaduy y Ana Isabel Ugarte en un texto publicado en un catálogo de 2012. En efecto, diríase que instaladas en un espacio público, que permite la instalación de un formato mayor, sus piezas parecen alzarse para representar un hito o lugar que imaginamos como emblema de protección, memoria o señalización. Las esculturas que tiene en el entorno de Mondragón, en espacios privados o públicos, como Begiluze, Pensamiento industrial, Giltzartean o Irekita, modulan una experiencia del entorno y resemantizan la experiencia de un lugar.
¿Cómo podríamos definir la poética constructiva de este escultor? No arriesgamos mucho en el juicio si postulamos que se reconoce una especie de teorema espacial o escultórico reconocible en la mayoría de sus obras: un ensamblaje de varios planos verticales de acero corten o madera componen lo que podríamos denominar el poliedro Arregi, con espacios semicerrados y abiertos, y en el que las aristas adquieren protagonismo visual, dibujando formas, vacíos y umbrales en la parte superior de las piezas. El dibujo escultórico que corona la parte superior de sus piezas incorpora un efecto liviano a la consistencia de su estructura. Una diversidad de ángulos diedros y que, en ocasiones, contrapuntea con algún ángulo triedro, establecen una composición que ritma formas repetidas y diferentes. La variación sería entonces la estructura de esa poética escultórica, el modo genuino de praxis escultórica de Arregi. En el fondo, dado que no parte de bocetos, una memoria de sus formas construidas le acompaña en su taller junto a maquetas o tentativas en proceso. Así movido por deseo insatisfecho que informa cada pieza o collage, una vez que parece haber dado por cerrado el proceso de una obra, emerge el impulso por iniciar otra, para generar una variante nueva en una secuencia sin fin. Tal sería la ausencia de finalidad que, paradójicamente, impulsa una acción nueva. Lo necesita para su impulso vital, para recorrer su laberinto existencial. El sentido del arte es el de recrear sus propias posibilidades de formas nuevas, de imaginarios entrevistos que se recrean en nuestra experiencia receptiva.
Las obras de este escultor evocan, bien por el material empleado o por algunas resonancias formales, una reminiscencia con las de Oteiza y Chillida. Lo extraño sería que un escultor de nuestro país no estableciera una memoria de diálogos con esos grandes artistas que han renovado la trama moderna del arte vasco. Pero ni la poética y misticismo del vacío postulado por el primero, ni el rumor poético de la gravitación del segundo determinan el dispositivo constructivo de las obras de Arregi. Sin imperativos metafísicos y existencialistas, o sin el aroma de la intuición zen, convoca un deseo de invención que se justifica por sí mismo en un libre juego que relaciona la imaginación y la sensibilidad. La potencia mayor, en mi opinión, la logra en sus piezas de gran formato, que desbordan la escala antropomórfica y que, como pequeños torreones, parecen avizorar un silencio propio, un afecto y un silencio para dialogar con el espacio.
En las grandes piezas el acero corten permite activar afectos nuevos: dada su propiedad para generar una piel de óxido con la que protegerse de las inclemencias climáticas, puede percibirse con diferentes tonalidades cromáticas según la luz o las condiciones atmosféricas reinantes. Aunque justificada en sí misma, la producción escultórica de este artista configura una connotación serial por el dispositivo constructivo que reitera. Quizá por ello, vendrían a constelar un cosmos de piezas semejantes y diferentes ordenado por un principio geométrico. O a veces, un microcosmo de diálogos inefables como el que configura una de las propuestas expuestas en esta muestra: Tres módulos de paz para tiempos convulsos (2016). La voluntad de geometrizar el espacio y sus piezas presente en las diversas tradiciones del arte abstracto y concreto, tiene en común la convicción de que subyace a las mismas un encanto misterioso y una apología de un orden modélico y racional. Max Bill, uno de los pioneros del arte abstracto y concreto en los años cincuenta, defendía que una forma debe organizarse desde una “ley de desarrollo” propia, desde una dialéctica originaria que estructura la forma que podría hacer múltiples variaciones. El arte no está ocupado en documentar una realidad sino en crearla. De ahí que el arte concreto se inicia en una imagen-idea y concluye en la imagen-objeto. Todo esto podría decirse también de las piezas de Arregi.
No obstante, no desdeña una vertiente de arte aplicado y funcional. Entre sus producciones encontramos obras de mobiliario urbano o arquitectónico: puertas, barandillas, bancos, verjas, jardineras, aparcaderos de bicis u otros diseños de objetos. El relieve o collage escultórico también ocupa una vertiente sustantiva de su trabajo. La pulsión por el relieve fue un factor que le llevó de modo intuitivo hacia la acción escultórica. Mientras que el hacer pictórico que ya no práctica ha quedado como un recuerdo de sus inicios artísticos, el relieve, sea con cartones o sea con maderas entintadas o en acero corten, se despliega en su práctica creativa con el mismo interés y pasión que moviliza en su hacer escultórico. La poética del vacío y el intersticio gravitan en composiciones de pequeño o mediano formato y en un juego cromático de grises y ocres que sugieren ventanas tramadas para imaginar lo que no sabemos. Arregi concentrado en su taller, y de modo acucioso, corporiza afectos, tiempos vividos, saberes técnicos y un flujo caótico de representaciones y pulsiones en sus piezas que habitarán lugares privados o públicos. Habitar vendría a ser una modalidad de estar ligado o vinculado a un espacio dado y en ese vínculo participa nuestra experiencia corporal, sensorial e imaginaria. Las esculturas evocarían así una especie de topofilia, por recordar una noción de Bachelard en su Poética del espacio, dado que resignifican nuestra experiencia de un lugar.